Este es el mundo en que vivimos, una urbe que todavía se abre camino hacia las nuevas formas de estilos de vida. esta es una crónica sobre nuestra comunidad Caleña, una minoría que continua metida en el closet, porque tal como la dice su autor son muchos que nos consideran una aberración, unos pecadores y salir del closet no es nada fácil en esta ciudad...
Gino
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Jorge es agente de la Policía Metropolitana, pero en este lugar nadie lo sabe, sólo su novio, un chico rubio que baila abrazado a su cuello bajo una lluvia de luces azules. Ambos llevan lentes oscuros. Ya es media noche y la pista está llena en uno de los bares gay más cotizados de la zona rosa de Cali, en el barrio Granada
Alguien cuenta que los novios piensan irse a vivir juntos, pero tienen miedo porque, al parecer, los policías homosexuales pierden el trabajo. La mayoría de agentes, después de tres o cuatro años de servicio, se casa.
Para incentivar los matrimonios y la vida familiar entre los uniformados, el Ministerio de la Defensa reconoce un 25% de incremento en el sueldo de los policías casados, después algo más por cada hijo que nazca: 5% por el primero, 4% por el segundo, 3% por el tercero, 2% por el cuarto.
La diferencia de salario entre un agente casado con tres hijos y uno soltero es de casi el 40%. Jorge tiene miedo de que lo echen, incluso a pesar de que en su hoja de vida tiene varios reconocimientos, uno de ellos por capturar a dos sicarios después de dispararle a un comerciante.
Aunque ese era su día de descanso, el agente, vestido de sudadera y tenis, abandonó los paquetes que llevaba, corrió por entre una hilera de carros y usó su arma con una destreza que paralizó a los asesinos. Fue en Bogotá, hace tres años. Pidió traslado a Cali sólo para estar cerca de su novio, un estudiante de medicina de la Universidad del Valle.
Jorge es alto, de voz grave, a veces lleva lentes y rara vez se ríe. Tres veces a la semana madruga al gimnasio, no come hamburguesas ni cosas fritas. Cuando habla, sus palabras son secas, directas, dice que detesta el fútbol y que prefiere leer. Baila salsa y su abuelo fue mayor de la Policía en tiempos del general Rojas Pinilla. Nadie en su casa, excepto una prima, sabe que es homosexual. Todos creen que es muy mujeriego y que por eso no se casa.
Pese a que la Constitución prohíbe cualquier tipo de censura o persecución por razones de raza, condición social, apariencia física, credo religioso o tendencia sexual, muchos en Cali todavía se niegan a contratar empleados gay. La Policía no es la excepción.
La geografía abierta de la capital del Valle del Cauca, asentada sobre un valle sin montañas, contrasta con la mentalidad cerrada de un sector de la sociedad caleña que no termina de aceptar que miles de sus hombres y mujeres son homosexuales.
Hugo Mario, ingeniero industrial recién egresado de una universidad privada, cree que quizás lo echen del trabajo porque su jefe ya parece saber que le gustan los hombres. Alguien descubrió que guardaba fotos de jóvenes desnudos en su computador portátil y se lo dijo al gerente. En un mes termina el contrato y el chico cree que ya no se lo renovarán. Sabe que se inventarán cualquier cosa, que no hay presupuesto, que esperaban más de él. Ya le pasó antes.
Una urbe desconocida.
En Cali funcionan unos veinte sitios de rumba homosexual, los más cotizados están en el Oeste. Club Sings, Baltimore, Liquid, Amnesia y Barbe, por ejemplo, son bares para gente joven. Casi toda la música es electrónica y las sillas, las mesas, las luces y la decoración parecen sacadas de revista. En la pista de baile suelen verse extranjeros y turistas de Bogotá y de la costa.
Son sitios caros, cuenta Alberto, estudiante de comunicación social. En promedio, una noche de rumba en esos lugares vale $200.000. Hay sitios más baratos.
En el centro están Madona, Romanos y El gato con botas, varios de los negocios más antiguos de la ciudad. Antonio, un abuelo de 60 años, dice que son sitios para gente mayor y que la rumba, en general, es hasta un 50% más barata que en el Oeste. En esos locales del centro también se ofrecen espectáculos, el más popular es el baile de cinco o seis hombres desnudos a quienes los asistentes pueden tocar y besar. En un bar gay, como en cualquier otro sitio de rumba heterosexual, se ve de todo: gente que quiere un poco de intimidad con su pareja y sólo desea bailar un rato, pero también gente en busca de drogas y sexo ocasional.
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Antonio, de cincuenta años, recuerda que los primeros bares para homosexuales que hubo en Cali se llamaban Gentry, Llamarada, Frontera y Pagoda, eran los años sesenta y casi todos permanecían ocultos, como la vida íntima de los hombres y mujeres que los frecuentaban.
Hace cuarenta años declararse homosexual era casi una sentencia de muerte civil. Los curas, recuerda Antonio, juraban que los hombres que se amaban entre sí se iban al infierno.
El administrador de un club en la Avenida Sexta asegura que a su negocio van dos religiosos a disfrutar de un rato de baile y música y que nadie los condena por eso.
Van, claro, a escondidas, pero una vez allí logran liberarse y expresar una alegría que tienen prohibida.
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En una casa de La Flora, un sacerdote homosexual celebra misa en compañía de algunos amigos, hombres y mujeres que tratan de mantener sus creencias religiosas, a pesar de que fueron expulsados de la Iglesia Católica por escoger el amor con gente de su mismo sexo.
Natalia, socióloga de la Universidad del Valle, dice que ha estado en esas misas, y que son íntimas y hermosas. Cantan, oran, comparten y, cuenta la mujer, todos se sienten felices. Al parecer, no es la única misa celebrada en Cali para la comunidad gay. En otros barrios y unidades residenciales se hacen reuniones similares.
Un sacerdote consultado por El Pais, que pidió reserva de su identidad, admite haber oído de esos encuentros, pero advierte que la Diócesis dice desconocerlos y que, en todo caso, la Iglesia desestima el valor religioso de las celebraciones por considerar que contradicen un precepto mayor.
Perder el miedo y saltar.
Con todo y la apertura que impera hoy, cuando la sociedad dice haberse liberado de la figura del diablo con cachos y cola, todavía pesa en la conciencia de muchos la idea de que el amor con gente del mismo sexo es pecado.
Salir del clóset, por ejemplo, ese gesto que consiste en que un hombre o una mujer admite al fin su condición de homosexual, sigue siendo un acto temerario. Ángela, psicóloga de un centro médico en el sector de Imbanaco, y quien salió del clóset hace cinco años, sostiene que miles de caleños prefieren seguir ocultos, justo por temor a la reacción de la sociedad.
Ella y un grupo de profesionales han desarrollado un modelo de asesoría, como una guía para dar ese paso. En su consultorio, Ángela recibe la visita de jóvenes y adultos, incluso de padres de familia que buscan asistencia psicológica tras años de negar su condición homosexual.
Lo más importante, advierte la profesional, es que nadie se declare gay con rabia. Tampoco en estado de alicoramiento ni en Semana Santa o Navidad, fechas en que las reacciones de familiares y amigos suelen estar mediadas por el fervor religioso. Ella recuerda el caso del empleado de un banco de la ciudad, un hombre con dos hijos, de casi 50 años, que al fin, tras fracasar en tres matrimonios, pudo admitir su condición sin mentirse. Al parecer, el caso de padres de familia homosexuales es más común de lo que se piensa.
Álvaro es uno de los quince prostitutos gay que deambulan la Avenida Sexta. En promedio, el muchacho cobra $40.000 por una relación. Los mejores días son los viernes de quincena.
Álvaro es alto y fuerte. Usa camisas ajustadas y tiene voz de locutor. A veces se deja el bigote. Es moreno y calza 43. Muchos de sus clientes, dice él, son tipos con mujer e hijos. Una vez, recuerda, la esposa de un señor los sorprendió mientras entraban a una residencia. La mujer los había seguido y el hombre no supo qué decir.
Ángela, la psicóloga, advierte que mentirse es lo más dañino. El problema es que Cali no parece dispuesta a oír toda la verdad que tienen para contarle sus homosexuales.
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